«¡Detente,
enano -dije-, o tú, o yo! ¡Pero yo soy el más fuerte! ¡Tú no conoces mi
pensamiento abismal! ¡Ése -no podrías soportarlo!»
Entonces
ocurrió algo que alivió mi corazón, pues el enano, el muy curioso, saltó desde
mis espaldas al suelo y se sentó en cuclillas ante mí, sobre una piedra. En
aquel lugar en que nos detuvimos había un portón.
«¡Mira ese
portón, enano! -le dije-. Tiene dos caras: dos caminos concurren aquí, que
nadie ha recorrido aún hasta su extremo.
Esa larga
calle hacia atrás se prolonga una eternidad; y esa larga calle hacia adelante,
otra eternidad.
Los dos
senderos se contraponen: sus cabezas chocan y convergen en este portón. En él
está escrito su nombre: "Instante".
Mas si alguien
recorriese uno de ellos, alejándose más y más, ¿crees tú, enano, que se
contradirán eternamente?»
«Todo cuanto
se extiende en línea recta miente -murmuró con desprecio el enano-. Toda verdad
es curva, y el tiempo es un círculo.»
«¡Oh, espíritu
de la pesadez! -repliqué, iracundo-, ¡no tomes las cosas tan a la ligera! ¡O te
dejaré en cuclillas ahí donde estás, cojitranco! ¡No olvides que yo te he
subido a estas alturas!»
Y luego proseguí:
«¡Mira este instante! A partir del portón llamado Instante corre hacia atrás
una calle sin fin: detrás de nosotros yace una eternidad.
¿Acaso no
tendrá que haber recorrido alguna vez esta calle todo cuanto puede correr?
¿Acaso no tendrá que haber ocurrido ya alguna vez cada una de las cosas que
pueden ocurrir?
Y si todo ha
ocurrido ya, ¿qué piensas tú, enano, sobre el instante presente? ¿No tendrá
también este portón que haber existido ya? ¿Y no están todas las cosas anudadas
con fuerza, de modo que este instante arrastra tras de sí todas las cosas
venideras? ¿Por tanto, incluso a sí mismo?
Pues cada una
de las cosas que pueden correr también por esa larga calle hacia adelante,
¿acaso no tienen que volver a recorrer de nuevo su largo camino?
Y esa perezosa
araña que se arrastra a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y
tú, que cuchicheamos en este portón sobre cosas eternas, ¿no tenemos todos
nosotros que haber existido ya otra vez?
¿Y venir de
nuevo, y recorrer aquella otra calle, hacia adelante, que se extiende ante
nosotros, aquella calle larga y horrenda? ¿No tendremos que retornar
eternamente?»
Así dije con
voz cada vez más baja; pues me amedrentaban mis propios pensamientos, y su
trasfondo. Entonces, de golpe, oí aullar a un perro allí cerca.
¿Había oído ya
alguna vez aullar así a un perro? Mi imaginación me transporta de nuevo a
fechas remotas. ¡Sí, a la época de mi infancia, de mi más lejana niñez! Entonces
fue cuando oí aullar así a un perro. Y además se apareció ante mí, con los
pelos crispados, alargando el cuello, mirando al cielo y tiritando de terror,
en la hora más callada de la noche, en esa hora en que hasta los perros creen
en fantasmas. Y me dio lástima. Justo en aquel momento la luna llena, en medio
de un silencio sepulcral, apareció como un disco de fuego sobre las planas
techumbres, como sobre propiedad ajena. Aquello exasperó al perro, pues los
perros creen en ladrones y en fantasmas. Cuando nuevamente le oí aullar volví a
sentir lástima por él.
Mas ¿qué había
pasado con el enano, con el portón, con la araña y con todo el cuchicheo? ¿Habría
sido todo un sueño? ¿Estaría ahora ya despierto? De repente me hallé entre
peñascos agrestes, solo, abandonado, en el más desierto claro de luna.
¡Pero allí
yacía por tierra un hombre! ¡Allí, ante mí! El perro andaba saltando, con el
pelo erizado, gimiendo. Ahora él me veía llegar -y entonces aulló de nuevo,
gritó. ¿Había oído yo nunca gritar así a un perro pidiendo socorro?
En verdad,
jamás había visto nada parecido a lo que entonces vi allí. Un pastorcillo se
retorcía en el suelo, anhelante y convulso, con la cara descompuesta: de su
boca pendía una gran culebra negra.
¿Había visto
yo jamás tal expresión de náusea y de pavor en un solo rostro humano? Quizá
aquel pobre pastorcillo dormía cuando la culebra penetró en su garganta y se
aferró a ella, mordiendo.
Con la mano
tiré del reptil, tiré y tiré -¡en vano! ¡No pude arrancarlo! Entonces se me
escapó un grito: «¡Muerde, muerde!»
«¡Arráncale la
cabeza, muérdele!», me gritaban mi horror, mi odio, mi asco y mi compasión.
Todo en cuanto en mí había, bueno y malo, gritaba en mí, con un único grito.
¡Vosotros los
valientes que me escucháis! ¡Vosotros buscadores, indagadores, y cuantos de
vosotros se han lanzado con velas astutas a mares inexplorados!, ¡vosotros que
amáis los enigmas! ¡Resolved este que yo contemplé entonces, interpretadme la
visión del hombre más solitario!
Pues fue una
visión y una previsión. ¿Qué símbolo vi yo entonces? Y ¿quién es el que algún
día tiene que venir?
¿Quién es el
pastor en cuya garganta se introdujo el reptil? ¿Quién es el hombre cuya
garganta ha de ser así atacada por las cosas más negras y más pesadas?
Pero el
pastorcillo mordió, según le aconsejó mi grito, y mordió con todas sus fuerzas.
Escupió lejos de sí la cabeza de la serpiente, y se puso en pie de un salto.
Ya no un
pastor, ya no un hombre -¡un transfigurado, un iluminado, reía! ¡Jamás rió
tanto sobre la tierra hombre alguno!
¡Oh, hermanos,
yo oí una risa que no era risa de hombre!
Y ahora me
devora una sed, un insaciable anhelo.
Mi anhelo de
esa risa me devora. ¡Oh, cómo soporto el vivir aún! ¡Y cómo soportaría el morir
ahora!
Así habló
Zarathustra.