miércoles, 29 de octubre de 2014

Los que me rodean

Todos me preguntan por que sigo triste, por que la recuerdo cada día y por que no lleno este vacío que existe en mi... Sigo triste por que la extraño con locura y es la persona que mas he querido en mi corta vida, la recuerdo a diario por que lo que viví con ella ha sido lo mejor que me ha podido ocurrir... Por que no lleno este vacío que existe en mi? Por que sencillamente es su espacio que jamas volverá a llenar, es sólo suyo.

Lo que no entienden es que ella lleno el vacío que existía en mi, ella casi nunca tenía negativas, siempre acotaba mi soledad, me hacia muy feliz. A todos ellos que me rodeaban les tuve que rogar para salir, para distraer la mente, ya todos tienen su vida y lamentablemente yo no entro en ellas, yo solo la tenia a ella... La hice mi mundo...

Invariablemente mis miedos y desconfianzas terminaron minando lo que hubiera sido algo hermoso (al menos en mi óptica), ella para mi es la persona perfecta y yo sin embargo tan imperfecto no encajaba totalmente en su vida. No podía seguir arrastrándola a mi infierno.

So pretexto de empezar a hacer mi vida sin mi dependencia de ella me alejé, ella en realidad no me necesitaba, confió en que este feliz y encuentre todo aquello que la haga sentirse plena.

Yo seguiré recordando y añorando su presencia, guardando su espacio, alejándome de aquellos que ahora que me ven en mi miseria me tienden la mano, por que no lo hicieron antes de que decidiera dar todo por perdido?

domingo, 26 de octubre de 2014

Rayuela, Capítulo 21 - Julio Cortazar

A todo el mundo le pasa igual, la estatua de Jano es un despilfarro inútil, en realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás. Es lo que se llama propiamente un lugar común. Nada que hacerle, hay que decirlo así, con las palabras que tuercen de aburrimiento los labios de los adolescentes unirrostros. Rodeado de chicos con tricotas y muchachas deliciosamente mugrientas bajo el vapor de los cafés créeme de Saint-Germain-des-Prés, que leen a Durrell, a Beauvoir, a Duras, a Douassot, a Queneau, a Sarraute, estoy yo un argentino afrancesado (horror horror), ya fuera de la moda adolescente, del cool, con en las manos anacrónicamente Etes-vous fous? De René Crevel, con en la memoria todo el surrealismo, con en la pelvis el signo de Antonin Artaud, con en las orejas las Ionisations de Edgar Varèse, con en los ojos Picasso (pero parece que yo soy un Mondrian, me lo han dicho).

-Tu sèmes des syllabes pour récolter des étoiles –me toma el pelo Crevel.

-Se va haciendo lo que se puede –le contesto.

-Y esa fémina, n´arretera-t-elle donc pas de secouer l´arbre à sanglots?

-Sos injusto –le digo-. Apenas llora, apenas se queja.

Es triste llegar a un momento de la vida en que es más fácil abrir un libro en la página 96 y dialogar con su autor, de café a tumba, de aburrido a suicida, mientras en las mesas de al lado se habla de Argelia, de Adenauer, de Mijanou Bardot, de Guy Trébert, de Sydney Bechet, de Michel Burtor, de Nabokov, de Zao-Wu-Ki, de Louison Bobet, y en mi país los muchachos hablan, ¿de qué hablan los muchachos en mi país? No lo sé ya, ando tan lejos, pero ya no hablan de Spilimbergo, no hablan de Justo Suárez, no hablan del Tiburón de Quillá, no hablan de Bonini, no hablan de Leguisamo, Como es natural. La joroba está en que la naturalidad y la realidad se vuelven no se sabe por qué enemigas, hay una hora en que lo natural suena espantosamente falso, en que la realidad de los veinte años se codea con la realidad de los cuarenta y en cada codo hay un gillette tajeándonos el saco. Descubro nuevos mundos simultáneos y ajenos, cada vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones. ¿Por qué esta sed de ubicuidad, por qué esta lucha contra el tiempo? También yo leo a Sarraute y miro la foto de Guy Trébet esposado, pero son cosas que me ocurren, mientras que si soy yo el que decide, casi siempre es hacia atrás. Mi mano tantea en la biblioteca, saca a Crevel, saca a Roberto Arlt, saca a Jarry. Me apasiona el hoy pero siempre desde el ayer (¿me hapasiona, dije?), y es así como a mi edad el pasado se vuelve presente y el presente es un extraño y confuso futuro donde chicos con tricotas y muchachas de pelo suelto beben sus cafés créme y se acarician con una lenta gracia de gatos o de plantas.

Hay que luchar contra eso.

Hay que reinstalarse en el presente.

Parece que yo soy un Mondrian, ergo...

Pero Mondrian pintaba su presente hace cuarenta años.

(Una foto de Mondrian, igualito a un director de orquesta típica ((¡Julio de Caro, ecco!)), con lentes y el pelo planchado y el cuello duro, un aire de hortera abominable, bailando con una piba disquera. ¿Qué clase de presente sentía Mondrian mientras bailaba? Esas telas suyas, esa foto suya...Habismos.)

Estás viejo, Horacio. Quinto Horacio Oliveira, estás viejo, Flaco. Estás flaco y viejo, Oliveira.

-Il verse son vitriol entre les cuisses des faubourgs –se mofa Crevel.

¿Qué le voy a hacer? En mitad del gran desorden me sigo creyendo veleta, al final de tanta vuelta hay que señalar un norte, un sur. Decir de alguien que es un veleta prueba poca imaginación: se ven las vueltas pero no la intención, la punta de la flecha que busca hincarse y permanecer en el río del viento.

Hay ríos metafísicos. Sí, querida, claro. Y vos estarás cuidando a tu hijo, llorando de a ratos, y aquí ya es otro día y un solo amarillo que no calienta. J`habite à Saint-Germain-des-Prés, et chaque soir j’ai rendez-vous avec Verlaine. / Ce gros pierrot n`a pas changé, et pour ocurrir le guilledou... Por veinte francos en la ranura Leo Ferré te canta sus amores, o Gilbert Bécaud, o Guy Béart. Allá en mi tierra: Si quiere ver la vida color de rosa / Eche veinte centavos en la ranura... A lo mejor encendiste la radio (el alquiler vence el lunes que viene, tendré que avisarte) y escuchás música de cámara, probablemente Mozart, o has puesto un disco muy bajo para no despertar a Rocamadour. Y me parece que no te das demasiado cuenta de que Rocamadour está muy enfermo, terriblemente débil y enfermo, y que lo cuidarían mejor en el hospital. Pero ya no te puedo hablar de esas cosas, digamos que todo se acabó y que yo ando por ahí vagando, dando vueltas, buscando el norte, el sur, si es que lo busco. Si es que lo busco. Pero si no lo buscara, ¿qué es esto? Oh mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás.

-Toi –dice Crevel- toujours prèt à grimper les cinq étages des pythonisses faubouriennes, qui ouvrent grandes les portes du futur...

Y por que no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, el arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río que dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, nos íbamos por ahí a la caza de sombras, a comer papas fritas al Faubourg St. Denis, a besarnos junto a las barcazas del canal Saint-Martin. Con ella yo sentía crecer un aire nuevo, los signos fabulosos del atardecer o esa manera como las cosas se dibujaban cuento estábamos juntos y en las rejas de la Cour de Rohan los vagabundos se alzaban al reino medroso y alunado de los testigos y los jueces... Por qué no había de amar a la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos a seiscientos francos, en camas con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela, en esa carrera de embolsados yo me reconocía y me nombraba, por fin y hasta cuándo salido del tiempo y sus jaulas con monos y etiquetas, de sus vitrinas Omega Electron Girard Perregaud Vacheron & Constantain marcando las horas y los minutos de las sacrosantas obligaciones castradoras, en un aire donde las últimas ataduras iban cayendo y el placer era espejo de reconciliación, espejo para alondras pero espejo, algo como un sacramento de ser a ser, danza en torno al arca, avance del sueño boca contra boca, a veces sin desligarnos, los sexos unidos y tibios, los brazos como guías vegetales, las manos acariciando aplicadamente un muslo, un cuello...

-Tu t`accorches à des histories –dice Crevel-. Tu ètreins des mots...

-No, viejo, eso se hace más bien del otro lado del mar, que no conocés. Hace rato que no me acuesto con las palabras. Las sigo usando, como vos y como todos pero las cepillo muchísimo antes de ponérmelas.

Crevel desconfía y lo comprendo. Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama mi amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera cara se borra poco a poco como en las viejas fotos y Jano es de golpe cualquiera de nosotros. Todo esto se lo voy diciendo a Crevel pero es con la Maga que hablo, ahora que estamos tan lejos. Y no le hablo con las palabras que sólo han servido para no entendernos, ahora que ya es tarde empiezo a elegir otras, las de ella, las envueltas en eso que ella comprende y que no tiene nombre, auras y tensiones que crispan el aire entre dos cuerpos y llenan de polvo de oro una habitación o un verso. ¿Pero no hemos vivido así todo el tiempo, lacerándonos dulcemente? No, no hemos vivido así, ella hubiera querido pero una vez más yo volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir que me entregaba a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta de pie. Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impuso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es un orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en perjuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.

Inútil. Condenado a ser absuelto. Vuélvase a casa y lea Spinoza. La Maga no sabe quién es Spinoza. La Maga lee interminables novelas de rusos y alemanes y Pérez Galdós y las olvida enseguida. Nunca sospechará que me condena a leer a Spinoza. Juez inaudito, juez por sus manos, por su carrera en plena calle, juez por sólo mirarme y dejarme desnudo, juez por tonta e infeliz y desconcertada y roma y menos que nada. Por todo eso que sé desde mi amargo saber, con mi podrido rasero de universitario y hombre esclarecido, por todo eso, juez. Dejate caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint-Germain-des-Prés, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación, pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia una inútil ansia de tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas.

viernes, 24 de octubre de 2014

Cuando todo valía la pena...

Si pudiera hablar, si pudiera decir, te diría las certezas que no tengo, te amarraría fuerte de un mástil, te enterraría en la arena. Si pudiera. Te doy en cambio un débil susurro cargado y un dibujo en la ventana, con felibata cara mis ojos mantienen el momento en el vacío.

De quien mas he querido en mi vida...

martes, 21 de octubre de 2014

El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas - Haruki Murakami

Sin duda alguna, había perdido muchas cosas. Si las hubiera apuntado todas en una libreta, posiblemente habría llenado un cuaderno entero de la universidad. Había sufrido mucho la pérdida de alguna de ellas a pesar de que, en el momento en que las perdí, creí que no importaba demasiado, pero con otras me había sucedido lo contrario Había ido perdiendo diversas cosas, diversas personas, diversos sentimientos. En el bolsillo de un abrigo que simbolizara mi existencia, se habría abierto un agujero fatal que ningún hilo ni aguja podrían coser. En este sentido, si alguien hubiera abierto la ventana de mi piso, se hubiese asomado adentro y me hubiese gritado: «¡Tu vida es un completo cero!», yo no habría tenido ningún argumento en contra que esgrimir.

Sin embargo, si hubiera podido volver atrás, me daba la sensación de que habría reproducido una vida idéntica a la que había llevado. Porque ésta —esta vida de pérdidas— era yo. Era el único camino que tenía yo de ser yo mismo. Por más personas que me hubiesen abandonado a mí, por más personas a las que hubiese abandonado yo, por más bellos sentimientos, magníficas cualidades y sueños que hubiese perdido, yo únicamente podría ser yo.

En el pasado, cuando era más joven, creía que podía llegar a ser algo distinto de mí mismo. Incluso creía que podía abrir un bar en Casablanca y conocer a Ingrid Bergman. O también, de manera más realista —y dejando de lado si realmente era más realista o no—, creía que podía llevar una vida provechosa más de acuerdo con mi propia personalidad. Para conseguirlo, incluso me había impuesto una disciplina. Pero, a pesar de ello, siempre acababa volviendo al mismo sitio, como una barca con el timón curvado. Era mi yo. Mi yo no iba a ninguna parte. Mi yo estaba aquí, esperando a que yo volviera.

¿Tenía que llamar a esto desesperanza?

No lo sabía. Tal vez fuese desesperanza. Turguéniev quizá lo llamaría desencanto. Dostoievski, tal vez infierno. Somerset Maugham tal vez lo llamase realidad. Pero lo llamaran como lo llamaran, eso era yo.

lunes, 20 de octubre de 2014

De Cartas a la Madre por Charles Baudelaire

De Cartas a la Madre
Por CHARLES BAUDELAIRE
Traducción de Roberto Monsberger, 1993, España (Barcelona).
Editorial Grijalbo-Mondadori.
6 de mayo de 1861
Mi querida madre, si posees realmente un alma maternal y si todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso ven por mí. Yo, por mil razones terribles, no puedo ir a Honfleur en busca de lo que tanto desearía, un poco de ánimo y unas caricias. A fines de marzo te escribía: ¿Volveremos a vernos algún día? Me encontraba en una de esas crisis en que uno contempla la terrible verdad. No sé lo que daría por pasar unos días a tu lado, tú, el único ser de quien pende mi vida, ocho días, tres días, unas horas.
No lees mis cartas con atención; tú crees que miento, o al menos que exagero, cuando hablo de mis desesperaciones, de mi salud, de mi horror a la vida. Te digo que querría verte y que no puedo correr a Honfleur. Tus cartas contienen numerosos errores e ideas equivocadas que la conversación podría rectificar y que volúmenes de escritura no bastarían para destruir.
Cada vez que tomo la pluma para exponerte mi situación, tengo miedo de matarte, de destruir tu débil cuerpo. Y yo estoy sin cesar, sin que tú lo sepas, al borde del suicidio. Yo creo que tú me quieres apasionadamente; ¡está tan ciego tu entendimiento, pero tienes tanta grandeza de carácter! Yo, de niño, te he querido apasionadamente; más tarde, obligado por tus injusticias te he faltado al respeto, como si una injusticia materna pudiese autorizar una falta de respeto filial; y con frecuencia me he arrepentido, aunque, según mi costumbre, nada haya dicho. Ya no soy aquel niño ingrato y violento. Largas meditaciones sobre mi destino y sobre tu carácter me han ayudado a comprender todas mis faltas y toda tu generosidad. Pero, en resumidas cuentas, el mal ya está hecho, hecho por tus imprudencias y por mis faltas.
Es evidente que estamos destinados a queremos, a vivir el uno para el otro, a acabar nuestra vida lo más decorosa y lo más tranquilamente que sea posible. Y no obstante, en las circunstancias terribles en que me encuentro, estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente. Después de mi muerte, tú no podrás seguir viviendo, eso está claro. Yo soy el único motivo que te hace vivir. Después de tu muerte, sobre todo si murieses a consecuencia de un choque causado por mí, me mataría, eso es indudable. Tu muerte, de la que hablas a menudo con demasiada resignación, no modificaría en nada mi situación; el tutor seguiría (¿por qué no iba a seguir?), todo se quedaría sin pagar, y yo tendría, además de la pena, la horrible sensación de un aislamiento absoluto. Matarme yo, es absurdo ¿no es cierto? «Entonces, piensas dejar a tu anciana madre completamente sola», dirás. A fe mía que si no tengo estrictamente derecho, creo que la cantidad de pesares que he soportado casi treinta años me haría digno de disculpa: « i Y Dios! » dirás. Deseo de todo corazón (¡y nadie mejor que yo puede saber con qué sinceridad!) creer que un ser exterior e invisible se interesa por mi destino; pero ¿qué hacer para creerlo? 
(La idea de Dios me hace pensar en ese maldito cura. En medio de la penosa impresión que va a causarte mi carta, no quiero que le consultes. Ese cura es mi enemigo, tal vez por pura estupidez.)
Volviendo al suicidio, que no es una idea fija pero que reaparece en épocas periódicas, hay algo que debe tranquilizarte. No puedo matarme sin dejar en orden todas mis cosas. Todos los papeles que tengo en Honfleur están en una enorme confusión. Por lo tanto, tendría que trabajar duro en Honfleur, y una vez allí ya no podría irme de tu lado. Pues debes suponer que de ninguna manera iba a querer mancillar tu casa con una acción tan detestable. Además tú te volverías loca. Y ¿por qué el suicidio? ¿Es a causa de las deudas? Sí, y sin embargo, las deudas se pueden superar. Es, sobre todo, a causa de un cansancio espantoso resultado de una situación insostenible, demasiado prolongada. Cada minuto me demuestra que he perdido las ganas de vivir. Una gran imprudencia cometiste tú en mi juventud. Tu imprudencia y mis viejas faltas pesan sobre mí envolviéndome. Mi situación es atroz. Hay gente que me saluda, hay gente que me busca. Quizá la haya que me envidie. Mi situación literaria es mejor que buena. Podría hacer lo que quisiera. Me publicarán todo. Como tengo una clase de talento impopular, ganaré poco dinero, pero dejaré tras de mí una gran fama, lo sé, —siempre que tenga el valor de vivir. Pero mi salud espiritual, —detestable; tal vez perdida. Todavía tengo proyectos: Mi corazón al desnudo, novelas, dos dramas, de los cuales uno para el Teatro Francés ¿los haré algún día? Ya no lo creo. Mi situación en relación con la honorabilidad, espantosa, —eso es lo peor. Ni un momento de reposo, insultos, ultrajes, afrentas como no puedes hacerte idea y que corrompen la imaginación, la paralizan. Gano un poco de dinero, es verdad; si no tuviese deudas, y si ya no me quedase patrimonio alguno, SERIA RICO, fíjate en lo que te digo; podría darte dinero, podría sin peligro ejercer mi caridad con Jeanne. Volveremos a hablar luego de ella. Eres tú quien ha provocado estas explicaciones. Todo ese dinero se va en una existencia manirrota y malsana (pues vivo muy mal) y en el pago, o más bien en la amortización insuficiente, de antiguas deudas, en gastos de tribunales, en papel timbrado, etc...
Enseguida pasaré a las cosas reales, es decir actuales; pues, en verdad, necesito que alguien me salve y sólo tú puedes hacerlo. Quiero hoy decirlo todo. Estoy solo, sin amigos, sin amante, sin perro y sin gato ¿a quién contarle mis penas? No tengo más que el retrato de mi padre, siempre mudo.
Me encuentro en el mismo terrible estado de ánimo que experimenté en el otoño de 1844. Una resignación peor que la indignación.
Pero mi salud física, que necesito para ti, para mí, para mis obligaciones ¡esa sigue siendo la cuestión! Tengo que hablarte de ella por más que tú le prestes tan poca atención. No hablaré de esas afecciones nerviosas que me destruyen día a día y que anulan el ánimo, vómitos, insomnios, pesadillas, desmayos. Con demasiada frecuencia te he hablado de ellas. Pero es inútil usar de pudor contigo. Ya sabes que siendo muy joven tuve una afección virulenta, que más tarde creí totalmente curada. En Dijon, después de 1848, tuve un rebrote. De nuevo se pudo paliar. Ahora vuelve en forma distinta, de manchas en la piel y de una extraordinaria fatiga en todas las articulaciones. Puedes creerme, sé de lo que hablo. Puede ser que dentro de la tristeza en que estoy sumido, el terror me haga creer mayor el mal. Pero necesito un régimen severo, y no es con la vida que llevo como podré librarme de aquello.
Hubo en mi infancia una época de un cariño apasionado hacia ti; escucha y lee sin temor. Nunca te habré dicho tanto. Recuerdo un paseo en simón; acababas de salir de un sanatorio en donde habías estado recluida, y me enseñaste, para demostrarme que habías pensado en tu hijo, unos dibujos a pluma que habías hecho para mí. No dirás que no tengo una memoria tremenda. Más tarde, la plaza de Saint-André-des-Arts y Neuilly. ¡Largos paseos y mimos continuos! Recuerdo aquellos muelles tan tristes en el atardecer. ¡Ah! 
Para mí fue la época feliz de las caricias maternales. Perdóname si llamo época feliz la que sin duda para ti fue tan mala. Pero estaba siempre presente en ti; tú eras únicamente mía. Eras a la vez un ídolo y un compañero. Quizá te sorprenda que pueda hablar con tal pasión de un tiempo tan lejano. Yo mismo estoy sorprendido. Tal vez porque una vez más he acariciado el deseo de morir, cosas tan alejadas se recorten tan nítidamente en mi espíritu.
Más tarde, sabes qué atroz educación quiso tu marido que se me diera; tengo cuarenta años y no puedo pensar sin dolor en los colegios, lo mismo que en el temor que me inspiraba mi padrastro. No obstante le quise y hoy, por lo demás, tengo la suficiente sensatez como para hacerle justicia. Pero es verdad que fue poco hábil hasta la obstinación. No quiero insistir, porque veo lágrimas en tus ojos.
Finalmente, pude hacer mi vida y desde ese momento se me dejó caer del todo. Sólo me atraía el placer, una excitación permanente; los viajes, los muebles preciosos, los cuadros, las mujeres, etc. Hoy recibo cruelmente el castigo por ello. En cuanto al tutor judicial, sólo una palabra: hoy sé del inmenso valor del dinero, y comprendo la trascendencia de todo lo que se relaciona con él; concibo que hayas podido creer que lo hacías con acierto, que trabajabas por mi bien; pero con todo una pregunta, una pregunta que siempre me ha obsesionado. ¿Cómo es que jamás no te planteaste en tu fuero interno la siguiente idea: «Es posible que mi hijo no llegue a tener nunca el sentido de lo que es comportarse en el "sino grado que yo; pero también puede ocurrir que llegue a ser un hombre notable en otros aspectos. En ese caso ¿qué haré yo? ¿Lo condenaré a una doble existencia contradictoria; por una parte a una existencia digna de respeto, odiosa y despreciada, por otra? ¿Lo condenaré a tener que llevar hasta la vejez una marca lamentable, una marca perjudicial, un motivo de impotencia y tristeza?». Es evidente que si no hubiera habido tutor, todo se lo habría llevado la trampa, no habría habido más remedio que tomarle el gusto al trabajo. Ha habido tutor, todo se lo ha llevado la trampa y soy viejo y me siento desgraciado. 
Rejuvenecer ¿es posible? En eso radica la cuestión. Toda esta vuelta hacia el pasado no tenía otra finalidad que mostrar que puedo hacer valer ciertas disculpas, cuando no una completa justificación. Si notas algún reproche en lo que escribo, que sepas bien al menos que lo anterior en nada altera mi admiración por tu gran corazón, mi agradecimiento por tu abnegación. Siempre te has sacrificado. Lo tuyo es sólo el sacrificio. Menos razón que caridad. Yo te pido más, te pido, a la vez, consejo, apoyo, que nos entendamos completamente bien tú y yo, para salir de esto. Te suplico que vengas, que vengas, tengo los nervios al final de mis fuerzas, estoy a punto de que me falle el valor, a punto de perder la esperanza. Veo una continuidad en el horror. Veo mi vida literaria obstaculizada para" siempre. Veo una catástrofe. Por ocho días, podrías sin duda pedir hospitalidad a algún amigo, a Ancelle, por ejemplo. No sé lo que daría por verte, por abrazarte. Presiento una catástrofe y ahora no puedo irme contigo. París me es dañino. Ya por dos veces he cometido una imprudencia grave que tú calificarás más severamente; voy a acabar por perder la cabeza.
Te pido la felicidad tuya y te pido la mía, mientras todavía seamos capaces de conocerla.
Me has permitido que te confiase un proyecto, es el siguiente: Pido un término medio. Enajenación de una fuerte suma limitada a diez mil, por ejemplo, dos mil para liberarme ya; dos mil en poder tuyo para hacer frente a necesidades imprevistas o previstas, gastos en vivir, en ropa, etc., durante un año (Jeanne estará en una casa donde se le pagará lo estrictamente necesario). Por otra parte, luego te hablaré de ella. Una vez más eres tú la que lo ha provocado. Por último seis mil en poder de Ancelle o de Marin, y que se irán gastando poco a poco, sucesivamente, prudentemente, de manera que se puedan pagar tal vez más de diez mil y se evite toda conmoción y todo escándalo en Honfleur.
Ya tenemos un año de tranquilidad. Por mi parte sería un tonto de remate y un pillo redomado si no lo aprovechase en renovar fuerzas. Todo el dinero ganado durante ese tiempo (diez mil, a lo mejor sólo cinco mil) se depositará en tus manos. No te ocultaré el menor asunto, la menor ganancia. En lugar de tapar huecos, el dinero se seguirá aplicando a las deudas y así sucesivamente en los años venideros. De este modo, tal vez pueda, gracias al rejuvenecimiento operado ante tus ojos, pagarlo todo, sin que mi capital disminuyese en más de diez mil sin contar, es verdad, los cuatro mil seiscientos de los años anteriores. Y así se salvará la casa, que es una de las consideraciones que tengo siempre presente. 
Si adoptases este proyecto de beatitud, me gustaría haberme mudado ahí de nuevo a fines de mes, quizás ahora mismo. Te autorizo a que vengas por mí. Sin duda comprendes que hay una multitud de detalles que no incluye una carta. En una palabra, quisiera que no se pagase ninguna suma hasta que tú no dieses tu consentimiento, hasta no haberlo debatido a fondo entre tú y yo, en una palabra, que tú te convirtieses en mi verdadero tutor. ¿Es posible que llegue uno a verse obligado a asociar una idea tan horrorosa a otra tan dulce como la de una madre?
En este caso, desgraciadamente, habrá que decirle adiós a las pequeñas sumas, a las pequeñas ganancias, cien por aquí, doscientos por allá, que supone la rutina de la vida parisiense. Entonces sería el turno de las grandes especulaciones, de los grandes libros, cuyo pago se haría esperar más tiempo. No consultes más que contigo misma, con tu conciencia y con tu Dios, ya que tienes la suerte de creer. No hagas partícipe de tus pensamientos a Ancelle a no ser con reservas.
Es una buena persona; pero tiene la mente estrecha. No puede creer que un mal sujeto por voluntad propia, que ha tenido que llamar al orden, sea un hombre importante. Me dejará reventar por cabezonería. En vez de pensar únicamente en el dinero, piensa un poco en la gloria, en el descanso y en mi vida.
En este caso, digo, no iría a pasar temporadas de quince días y de uno o dos meses. Sería una estancia permanente exceptuados los casos en que vendríamos juntos a París.
El trabajo de las pruebas de imprenta puede hacerse por correo.
Otra idea tuya equivocada que debes rectificar y que reaparece una y otra vez en tu pluma. No me aburro nunca en soledad, no me aburro nunca a tu lado. Lo único es que sé que lo pasaré mal a causa de tus amigos, pero lo acepto.
Alguna vez se me ha pasado por el pensamiento convocar un consejo de familia o presentarme ante un tribunal. Bien sabes que tendría cosas muy sabrosas que decir, aunque sólo fuera esto: He producido ocho volúmenes en condiciones horribles. Puedo ganarme la vida. ¡Se me está asesinando con deudas de juventud!
No lo he hecho por respeto a ti, por consideración hacia tu horrible sensibilidad. Dígnate agradecérmelo. Te lo repito; me he obligado a no recurrir a nadie más que a ti.
A partir del año próximo, dedicaré a Jeanne la renta del capital restante y ella se irá a algún sitio en que no esté en una soledad absoluta. Esto es lo que le ha sucedido: su hermano la metió en un hospital para quitársela de encima y cuando ha salido ha descubierto que le había vendido una parte de su mobiliario y de su ropa. Desde hace cuatro meses, desde mi huida de Neuilly, le he dado siete francos.
Te lo suplico, paz, dame paz, dame el trabajo y un poco de ternura.
Es evidente que entre mis cosas actuales hay algunas horriblemente urgentes; así, he cometido de nuevo la falta, en medio de esos tejemanejes inevitables de los bancos, de apropiarme para mis deudas personales de varias centenas de francos que no me pertenecían. Me he visto absolutamente obligado a ello; ni que decir tiene que esperaba reparar el mal inmediatamente. Una persona, en Londres, me niega los cuatrocientos francos que me debe. Otra, que había de remitinne trescientos, está de viaje. Siempre lo imprevisible. - Hoy he tenido el terrible valor de escribir a la persona concernida confesándole mi falta. ¿Cuál va a ser la reacción? No tengo idea. Pero he querido quitarme un peso de la conciencia. Confío en que, por consideración a mi nombre y a mi talento, no se armará un escándalo y se querrá esperar.
Adiós. Estoy extenuado. Entrando en detalles de salud, no he dormido ni comido desde hace casi tres días; tengo un nudo en la garganta, - y hay que trabajar.
No, no te diré adiós, pues espero verte.
Por lo que más quieras léeme con mucha atención y trata de comprender.
Sé que esta carta te afectará dolorosamente, pero en ella hallarás a buen seguro un tono de dulzura, de ternura e incluso de esperanza que muy rara vez has oído.
Y te quiero.
CHARLES

lunes, 13 de octubre de 2014

Otra carta - Jaime Sabines - La señal (1951)

Siempre estás a mi lado y yo te lo agradezco.
Cuando la cólera me muerde, o cuando estoy triste
—untado con el bálsamo para la tristeza como para morirme—
apareces distante, intocable, junto a mí.
Me miras como a un niño y se me olvida todo
y ya sólo te quiero alegre, dolorosamente.
He pensado en la duración de Dios,
en la manteca y el azufre de la locura,
en todo lo que he podido mirar en mis breves días.
Tú eres como la leche del mundo.
Te conozco, estás siempre a mi lado más que yo mismo.
¿Qué puedo darte sino el cielo?
Recuerdo que los poetas han llamado a la luna con mil nombres
—medalla, ojos de Dios, globo de plata,
moneda de miel, mujer, gota de aire—
pero la luna está en el cielo y sólo es luna,
inagotable, milagrosa como tú.
Yo quiero llorar a veces furiosamente
porque no sé qué, por algo,
porque no es posible poseerte, poseer nada,
dejar de estar solo.
Con la alegría que da hacer un poema,
o con la ternura que en las manos de los abuelos tiembla,
te aproximas a mí y me construyes
en la balanza de tus ojos,
en la fórmula mágica de tus manos.
Un médico me ha dicho que tengo el corazón de gota
-alargado como una gota- y yo lo creo
porque me siento como una gruta
en que perpetuamente cae, se regenera y cae
perpetuamente.

Bendita entre todas las mujeres
tú, que no estorbas,
tú que estás a la mano como el bastón del ciego,
como el carro del paralítico.
Virgen aún para el que te posee,
desconocida siempre para el que te sabe,
¿qué puedo darte sino el infierno?
Desde el oleaje de tu pecho
En que naufraga lentamente mi rostro,
te miro a ti, hacia abajo, hasta la punta de tus pies
en que principia el mundo.
Piel de mujer te has puesto,
Suavidad de mujer y húmedos órganos
en que penetro dulcemente, estatua derretida,
manos derrumbadas con que te toca la fiebre que soy
y el caos que soy te preserva.
Mi muerte flota sobre ambos
y tú me extraes de ella como el agua de un pozo,
agua para la sed de Dios que soy entonces,
agua para el incendio de Dios que alimento.

Cuando la hora vacía sobreviene
sabes pasar tus dedos como un ungüento,
posarlos en los ojos emplumados,
reír con la yema de tus dedos.
¿Qué puedo darte yo sino la tierra?
Sembrado en el estiércol de los días
miro crecer mi amor, como los árboles
a que nadie ha trepado y cuya sombra
seca la hierba, y da fiebre al hombre.

Imperfecta, mortal, hija de hombres,
verdadera,
te ursupo, ya lo sé diariamente,
y tu piedad me usa a todas horas
y me quieres a mí, y yo soy entonces,
como un hijo nuestro largamente deseado.

Quisiera hablar de ti a todas horas
en un congreso de sordos,
enseñar tu retrato a todos los ciegos que encuentre.
Quiero darte a nadie
para que vuelvas a mí sin haberte ido.

En los parques, en que hay pájaros y un sol en hojas por el suelo,
donde se quiere dulcemente a las solteronas que miran a los niños,
te deseo, te sueño.
¡Qué nostalgia de ti cuando no estás ausente!
(Te invito a comer uvas esta tarde
o a tomar café, si llueve,
y a estar juntos siempre, siempre, hasta la noche.)

jueves, 9 de octubre de 2014

El futuro - Julio Cortazar

Y sé muy bien que no estarás.
No estarás en la calle
en el murmullo que brota de la noche
de los postes de alumbrado,
ni en el gesto de elegir el menú,
ni en la sonrisa que alivia los completos en los subtes
ni en los libros prestados,
ni en el hasta mañana.
No estarás en mis sueños,
en el destino original de mis palabras,
ni en una cifra telefónica estarás,
o en el color de un par de guantes
o una blusa.
Me enojaré
amor mío
sin que sea por ti,
y compraré bombones
pero no para ti,
me pararé en la esquina
a la que no vendrás
y diré las cosas que sé decir
y comeré las cosas que sé comer
y soñaré los sueños que se sueñan.
Y se muy bien que no estarás
ni aquí dentro de la cárcel donde te retengo,
ni allí afuera
en ese río de calles y de puentes.
No estarás para nada,
no serás mi recuerdo
y cuando piense en ti
pensaré un pensamiento
que oscuramente trata de acordarse de ti.

sábado, 4 de octubre de 2014

4 de octubre

Sabes?

Hoy volví a entender que hay alguien que me puede hacer infinitamente feliz, no puedo dejar que entre en mi vida, tu recuerdo no la deja... Quisiera jamas haberte conocido, no puedo odiarte la verdad es que te amo con cada célula de mi ser...

miércoles, 1 de octubre de 2014

Intrascendente

Se que te hubiera encantado este lugar, percibir los aromas que percibí, ver el proceso como lo vi.

Tu con tu mirada fija y asombrada, tu sonrisa inquieta y tus ojos cerrándose ante el primer sorbo... Yo encantado de verte sonreír, en el mundo nuestro, solo tu yo podemos apreciar esta delicadeza.

Mi cabeza se diluía como el goteo de este café preparado por el método Chemex, quería derramar esos sentimientos que tengo por ti, gota a gota brota el sentimiento de soledad y el saber que este tipo de cosas que solo tu y yo apreciamos no podremos compartirlas en el mismo espacio. No puedo llorar, aun queda café en mi taza y tu recuerdo quedara asentado en la taza...