martes, 21 de octubre de 2014

El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas - Haruki Murakami

Sin duda alguna, había perdido muchas cosas. Si las hubiera apuntado todas en una libreta, posiblemente habría llenado un cuaderno entero de la universidad. Había sufrido mucho la pérdida de alguna de ellas a pesar de que, en el momento en que las perdí, creí que no importaba demasiado, pero con otras me había sucedido lo contrario Había ido perdiendo diversas cosas, diversas personas, diversos sentimientos. En el bolsillo de un abrigo que simbolizara mi existencia, se habría abierto un agujero fatal que ningún hilo ni aguja podrían coser. En este sentido, si alguien hubiera abierto la ventana de mi piso, se hubiese asomado adentro y me hubiese gritado: «¡Tu vida es un completo cero!», yo no habría tenido ningún argumento en contra que esgrimir.

Sin embargo, si hubiera podido volver atrás, me daba la sensación de que habría reproducido una vida idéntica a la que había llevado. Porque ésta —esta vida de pérdidas— era yo. Era el único camino que tenía yo de ser yo mismo. Por más personas que me hubiesen abandonado a mí, por más personas a las que hubiese abandonado yo, por más bellos sentimientos, magníficas cualidades y sueños que hubiese perdido, yo únicamente podría ser yo.

En el pasado, cuando era más joven, creía que podía llegar a ser algo distinto de mí mismo. Incluso creía que podía abrir un bar en Casablanca y conocer a Ingrid Bergman. O también, de manera más realista —y dejando de lado si realmente era más realista o no—, creía que podía llevar una vida provechosa más de acuerdo con mi propia personalidad. Para conseguirlo, incluso me había impuesto una disciplina. Pero, a pesar de ello, siempre acababa volviendo al mismo sitio, como una barca con el timón curvado. Era mi yo. Mi yo no iba a ninguna parte. Mi yo estaba aquí, esperando a que yo volviera.

¿Tenía que llamar a esto desesperanza?

No lo sabía. Tal vez fuese desesperanza. Turguéniev quizá lo llamaría desencanto. Dostoievski, tal vez infierno. Somerset Maugham tal vez lo llamase realidad. Pero lo llamaran como lo llamaran, eso era yo.

No hay comentarios.: