Pienso
en Tomás desde hace años, pero no había logrado verlo con claridad hasta que me
lo iluminó esta reflexión. Lo vi de pie junto a la ventana de su piso, mirando
a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente, sin saber qué debe
hacer.
Se encontró
por primera vez a Teresa hace unas tres semanas en una pequeña ciudad checa.
Pasaron juntos apenas una hora. Lo acompañó a la estación y esperó junto a él
hasta que tomó el tren. Diez días más tarde vino a verle a Praga. Hicieron el
amor ese mismo día. Por la noche le dio fiebre y se quedó toda una semana con
gripe en su casa.
Sintió
entonces un inexplicable amor por una chica casi desconocida; le pareció un
niño al que alguien hubiera colocado en un cesto untado con pez y lo hubiera
mandado río abajo para que Tomás lo recogiese a la orilla de su cama.
Teresa
se quedó en su casa una semana, hasta que sanó, y luego regresó a su ciudad, a
unos doscientos kilómetros de Praga. Y entonces llegó ese momento del que he
hablado y que me parece la llave para entrar en la vida de Tomás: está junto a
la ventana, mira a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente y
piensa:
¿Debe
invitarla a venir a vivir a Praga? Le daba miedo semejante responsabilidad. Si
la invitase ahora, vendría junto a él a ofrecerle toda su vida.
¿O ya no
debe dar señales de vida? Eso significaría que Teresa seguiría siendo camarera
en un restaurante de una ciudad perdida y que él ya no la vería nunca más.
¿Quería
que ella viniera a verle, o no quería?
Miraba a
través del patio hacia la pared de enfrente y buscaba una respuesta.
Se
acordaba una y otra vez de cuando estaba acostada en su cama: no le recordaba a
nadie de su vida anterior. No era ni una amante ni una esposa. Era un niño al
que había sacado de un cesto untado de pez y había colocado en la orilla de su
cama. Ella se durmió. Él se arrodilló a su lado. Su respiración afiebrada se
aceleró y se oyó un débil gemido. Apretó su cara contra la de ella y le susurró
mientras dormía palabras tranquilizadoras. Al cabo de un rato sintió que su
respiración se serenaba y que la cara de ella ascendía instintivamente hacia la
suya. Sintió en su boca el suave olor de la fiebre y lo aspiró como si quisiera
llenarse de las intimidades de su cuerpo. Y en ese momento se imaginó que ya
llevaba muchos años en su casa y que se estaba muriendo. De pronto tuvo la
clara sensación de que no podría sobrevivir a la muerte de ella. Se acostaría a
su lado y querría morir con ella. Conmovido por esa imagen hundió en ese
momento la cara en la almohada junto a la cabeza de ella y permaneció así
durante mucho tiempo.
Ahora estaba junto a la ventana e invocaba ese
momento. ¿Qué podía ser sino el amor que había llegado de ese modo para que él
lo reconociese?
Pero
¿era amor? La sensación de que quería morir junto a ella era evidentemente
desproporcionada: ¡era la segunda vez que la veía en la vida! ¿No se trataba
más bien de la histeria de un hombre que en lo más profundo de su alma ha
tomado conciencia de su incapacidad de amar y que por eso mismo empieza a fingir
amor ante sí mismo? ¡Y su subconsciente era tan cobarde que había elegido para
esa comedia precisamente a una pobre camarera de una ciudad perdida, que no
tenía prácticamente la menor posibilidad de entrar a formar parte de su vida!
Miraba a
través del patio la sucia pared y se daba cuenta de que no sabía si se trataba
de histeria o de amor.
Y le dio
pena que, en una situación como aquélla, en la que un hombre de verdad sería
capaz de tomar inmediatamente una decisión, él dudase, privando así de su significado
al momento más hermoso que había vivido jamás (estaba arrodillado junto a su
cama y pensaba que no podría sobrevivir a su muerte).
Se
enfadó consigo mismo, pero luego se le ocurrió que en realidad era bastante
natural que no supiera qué quería:
El
hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene
modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas
posteriores.
¿Es
mejor estar con Teresa o quedarse solo?
No
existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor,
porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin
preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo.
Pero ¿qué valor puede tener la vida si el primer ensayo para vivir es ya la
vida misma? Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera boceto es la
palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la
preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un
boceto para nada, un borrador sin cuadro.
«Einmal
ist keinmal», repite Tomás para sí el proverbio alemán. Lo que sólo ocurre una
vez es como si no ocurriera nunca. Si el hombre sólo puede vivir una vida es
como si no viviera en absoluto.
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