domingo, 19 de abril de 2015

15 - breviario de los vencidos - E.M. Cioran

El deseo de desaparecer, porque las cosas desaparecen, emponzoño tan atrozmente mi sed de ser que, en medio de los resplandores del tiempo, el aliento se apagaba y el ocaso de la naturaleza me envolvía con multitud de sombras. Y como veía el tiempo en todas las cosas, esperaba salvarlas a todas del tiempo.

La necesidad de convertir a los seres en eternos por medio de la adoración, la premura por elevarlos, por exceso de corazón, de su destrucción natural, me parecía la única labor apreciable. No se de nada que yo haya amado sin odiarlo a la vez por no poderlo sustraer, mediante el baile de llamas de mi alma, a la ley de su aniquilación. Quise que todo fuera. Y todo era únicamente en la fugacidad de mis fiebres. El mundo se me escapaba porque el mundo ya no era. Las lágrimas no derramadas no cuajaban en lo invisible por las miserias de aquí; morían en mí, tristes, por la ineficacia del éxtasis. ¿Por qué no se encadenan en el tiempo "trozos de paraíso"? ¿Es que en mí no mora bastante eternidad?

Hay que ser dadivoso con el mundo. Consumirse derrochando existencia por él. El mundo no está en ninguna parte. Respira gracias a nuestra largueza. Las mismísimas flores no florecerÌan sin nuestra sonrisa. La avaricia de nuestros dones reduce la naturaleza a idea y, si ponemos sordina a nuestros sentidos, los árboles no vuelven a echar hojas. El alma mantiene las apariencias que ponen celosa a la irrealidad. Pues el mundo es la modificación, hacia fuera, de nuestra soledad.

La adoración endioso a Dios. también ella hace de los paisajes sombras de absoluto. Efluvios de sensaciones hacen palidecer el cielo ante la tierra: los encantos de la existencia de alimentan de las melodías del alma y, desde lo hondo de las cuevas, oyes la armonía de los astros.

He servido en mi vida a muchos amos y he esculpido mi imagen de cada momento. Si las cosas extintas supiesen cuánto las he amado se procurarían un alma sólo para llorarme. Ninguna de las cosas del mundo podrá acusarme de indolencia. Y así me deslice febril y cansado por su nada.

El reclamo y la melodía de la tierra penetraban en los pensamientos de los que ésta estaba ausente. Yo estaba, como el apóstol, enterrado con Jesús en Dios, y el parpadeo de cualquier mujer bastaba para arraigarme inmediatamente en el tiempo. Al límite de la negación, recogía flores y mi corazón al desgajarse esbozaba invisibles gestos de abrazos. El Padre fue mi amo y quizá también el Hijo, el Diablo y el Tiempo, la Eternidad y las otras perdiciones. Me postre ante las caras del mundo fanático de la obediencia, siervo de lo fútil, sometido a los ídolos. Porque el devenir es una sarta de templos en los que furtivamente me puse de hinojos, entre sus ruinas dejé mis huellas y no me queda ya más que esta alma, ruina de saciedad.

¿Por qué no esta el corazón en situación de redimir al mundo? ¿Por qué no cambia las cosas en una inmutabilidad perfumada?

Acuden a mi mente las palabras de aquel amigo en la vertiente de no sé qué Cárpatos: «Tú eres desdichado porque la vida no es eterna»

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