Una vez en la habitación, abrió
el paquete que le había dado su hermano: un álbum de fotos de su infancia: su
madre, su padre, su hermano y, en muchas, el pequeño Josef; lo deja a un lado
para guardarlo. Dos libros ilustrados para niños; los tira a la papelera. El
dibujo coloreado de un niño, con una dedicatoria: «Para el cumpleaños de mamá»,
y su firma estampada con torpeza; lo tira. Luego, un cuaderno. Lo abre: su
diario de cuando estudiaba bachillerato. ¿Cómo fue a parar a casa de sus
padres?
Las notas estaban fechadas en los
primeros años del comunismo, pero —y ahí su curiosidad se llevó una pequeña
decepción— no encuentra en ellas sino descripciones de citas con chicas del instituto.
¿Un libertino precoz? Pues no: un jovencito todavía virgen. Ojea distraídamente
y se detiene en unos reproches que le dirigió a una chica: «Me has dicho que,
en el amor, sólo cuenta lo carnal. Nena, si un hombre te confesara que de ti no
desea más que tu carne, saldrías corriendo. Sólo entonces tal vez comprenderías
cuán atroz es la sensación de soledad».
Soledad. Esta palabra vuelve con
frecuencia. Intentaba asustar a las chicas trazando la espantosa perspectiva de
la soledad. Para que le quisieran, las sermoneaba como un cura: sin
sentimientos, la sexualidad se extiende como un desierto donde uno muere de
tristeza.
Lee aquello y no se acuerda de
nada. ¿Qué habrá venido a decirle ese desconocido? ¿Recordarle que, en aquel
entonces, vivió aquí con su nombre? Josef se levanta y va hacia la ventana. La
plaza está iluminada por un sol tardío, y la imagen de las dos manos
entrelazadas en la gran medianera es esta vez perfectamente visible: una es
blanca, la otra negra. Por encima, una sigla de tres letras promete «seguridad»
y «solidaridad». No cabe duda de que aquello fue pintado después de 1989, cuando
el país adoptó los lemas de los nuevos tiempos: fraternidad entre todas las
razas; mezcla de todas las culturas; unidad de todo, unidad de todos.
¡Cuántas veces no habrá visto
Josef carteles con manos entrelazadas! ¡El obrero checo estrechando la mano de
un soldado ruso! Aunque odiada, esa imagen propagandística formaba parte incontestablemente
de la Historia de los checos, que tenían miles de razones tanto para estrechar
la mano como para rechazársela a los rusos o a los alemanes. Pero ¿una mano
negra? En este país la gente apenas sabe que existen los negros. Su madre nunca
había visto a uno en la vida.
Mira esas manos suspendidas entre
el cielo y la tierra, enormes, mayores que el campanario de la iglesia, manos
que volvieron a situar aquel lugar en un decorado brutalmente distinto.
Inspecciona largamente la plaza a sus pies como si buscara las huellas que,
siendo joven, dejara en el suelo cuando paseaba allí con sus condiscípulos.
«Condiscípulos»; pronuncia esa palabra
lentamente, a media voz, para respirar el perfume (apagado, apenas sensible) de
su primera juventud, de aquel tiempo pasado, perdido, tiempo abandonado, triste
como un orfanato; pero, contrariamente a Irena en la ciudad francesa de provincias,
no siente afecto alguno por ese pasado que, impotente, asoma en él; ningún
deseo de regreso; tan sólo una ligera reserva; desapego.
Si fuera médico, dictaminaría sobre su caso el
siguiente diagnóstico: «El enfermo padece insuficiencia de añoranza».
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