¡Un instante antes se había
diluido en el azul radiante! ¡Era inmaterial, se había transmutado en claridad!
Pero, de repente, el cielo se
volvió negro. Y ella, otra vez en tierra, volvió a ser materia pesada y sombría.
Sin comprender apenas lo que había pasado, no podía despegar la mirada de allá
arriba: el cielo era negro, negro, implacablemente negro.
Una parte de su cuerpo
temblaba de frío, la otra estaba insensible. Eso la asustó. Se levantó. Tras
unos segundos recordó: un hotel de montaña; los condiscípulos. Confundida, con
el cuerpo aterido, buscó el camino. En el hotel llamaron una ambulancia, que se
la llevó.
Durante los días que
siguieron, en la cama del hospital, sus dedos, sus orejas, su nariz, al principio
insensibles, le hicieron un daño atroz. Los médicos la calmaron, pero una
enfermera disfrutó contándole todas las imaginables consecuencias de la
congelación: hay quien puede terminar con los dedos amputados. Presa de
espanto, imaginó un hacha; un hacha de cirujano; un hacha de carnicero; imaginó
su mano sin dedos y los dedos cortados, a la vista, junto a ella en una camilla
en la sala de operaciones. Aquella noche para cenar le dieron carne. No
pudo comérsela. Imaginó en el plato trozos de su propia carne.
Sus dedos volvieron
dolorosamente a la vida, pero su oreja izquierda se puso negra. El cirujano, un
viejo triste y compasivo, se sentó en el borde de la cama para anunciarle que
se la amputaría.
Ella gritó. ¡Su oreja
izquierda! ¡Su oreja! ¡Dios mío! Su rostro, su hermoso rostro, ¡con una oreja
menos! Nadie pudo calmarla.
¡Ay, todo había salido al revés
de lo que había planeado! Había pensado convertirse en una eternidad que
aniquilara todo porvenir y, en cambio, el porvenir estaba de nuevo allí, invencible,
hediondo, repugnante, como una serpiente que se retuerce ante sus ojos, se le
enrosca en las piernas y avanza arrastrándose para señalarle el camino.
En el instituto, corrió la
noticia de que se había perdido y había vuelto medio congelada. La riñeron por
indisciplinada y porque, a pesar del programa obligatorio, vagaba por ahí como
una tonta sin tener el más elemental sentido de la orientación para regresar al
hotel, perfectamente visible de lejos.
Al volver a casa, se negó a
salir a la calle. Le horrorizaba la idea de encontrarse con gente conocida. Sus
padres, desesperados, se las arreglaron para cambiarla discretamente de
instituto en una ciudad cercana.
¡Ay, todo había salido al revés
de como le hubiera gustado! Había soñado con morir misteriosamente. Lo había
preparado todo para que nadie pudiera saber si su muerte había sido un
accidente o un suicidio. Había querido enviarle a él su muerte como una señal
secreta, una señal de amor desde el más allá, que sólo fuera comprensible para
él. Lo había previsto todo muy bien, salvo, tal vez, la cantidad de
somníferos; salvo, tal vez, la temperatura, que, mientras iba adormeciéndose,
había subido. Había creído que el hielo iba a sumirla en el sueño y en la muerte,
pero el sueño era demasiado leve; había abierto los ojos y visto el cielo
negro.
Los dos cielos habían dividido su
vida en dos partes: el cielo azul, el cielo negro. Bajo este último caminaría
hacia su muerte, hacia su verdadera muerte, la muerte lejana y trivial de la vejez.
¿Y él? Él vivía bajo un cielo que
había dejado de existir para ella. Ya no la buscaba, ella tampoco le buscaba.
Su recuerdo no suscitaba en ella ni amor ni odio. Cuando pensaba en él, estaba como
anestesiada, sin ideas, sin emociones.
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