Tampoco la memoria es
comprensible sin un acercamiento matemático. El dato fundamental radica en la
relación numérica entre el tiempo de la vida vivida y el tiempo de la vida
almacenada en la memoria. Nunca hemos intentado calcular esta relación
y, por otra parte, no disponemos de ningún medio técnico para hacerlo; no
obstante, sin grandes riesgos de equivocarme, puedo suponer que la
memoria no conserva sino una millonésima, una milmillonésima, o sea una parcela
muy ínfima, de la vida vivida. Esto también forma parte de la esencia misma
del hombre. Si alguien pudiera conservar en su memoria todo lo que ha vivido, si pudiera
evocar cuando quisiera cualquier fragmento de su pasado, no tendría nada que
ver con un ser humano: ni sus amores, ni sus amistades, ni sus odios, ni su
facultad de perdonar o de vengarse se parecerían a los nuestros.
Nunca nos cansaremos de
criticar a quienes deforman el pasado, lo reescriben, lo falsifican, exageran
la importancia de un acontecimiento o callan otro; estas críticas están justificadas
(no pueden no estarlo), pero carecen de importancia si no van precedidas de una
crítica más elemental: la crítica de la memoria humana como tal. Porque, la pobre,
¿qué puede hacer ella realmente? Del pasado sólo es capaz de retener una miserable
pequeña parcela, sin que nadie sepa por qué exactamente ésa y no otra, pues esa
elección se formula misteriosamente en cada uno de nosotros ajena a nuestra voluntad
y nuestros intereses. No comprenderemos nada de la vida humana si persistimos
en escamotear la primera de todas las evidencias: una realidad, tal cual era, ya no
es; su restitución es imposible.
Incluso los más abundantes
archivos se muestran impotentes. Consideremos el antiguo diario de Josef como una pieza de
archivo que conserva las notas del auténtico testigo de un pasado; las notas hablan
de hechos que el autor no tiene motivos para negar, pero que tampoco puede
confirmar su memoria. De todo lo que cuenta el diario, un único detalle ha
iluminado un recuerdo nítido y sin duda preciso: se vio en el sendero de un bosque
contándole a una estudiante de bachillerato la mentira de su traslado a Praga; esta
pequeña escena, en rigor esta sombra de escena (ya que no recuerda más que el sentido
general de su comentario y el hecho de haber mentido), es la única parcela de vida
que, adormilada, permaneció en su memoria. Pero quedó aislada de lo que la
precedió y de lo que la siguió: ¿debido a qué comentario, a qué acto, la estudiante
de bachillerato le incitó a inventarse ese embuste? Y ¿qué ocurrió después?
¿Cuánto tiempo persistió él en su engaño? Y ¿cómo se salió de él?
Si quisiera contar este recuerdo como
una pequeña anécdota con pies y cabeza, se vería obligado a insertar otros
acontecimientos en esta secuencia causal, otros actos y otras palabras; pero,
como los ha olvidado, no le quedaría más remedio que inventarlos; lo
cual, por otra parte, hizo espontáneamente para sí mismo cuando aún estaba
inclinado sobre las páginas del diario:
al mocoso le sacaba de quicio
no encontrar señal alguna de éxtasis en el amor de su chica; cuando le tocaba el
culo, ella le quitaba la mano; para castigarla, le había dicho que se trasladaba
a Praga; llena de tristeza, ella se había dejado meter mano y había declarado que
comprendía a los poetas que siguen siendo fieles hasta la muerte; de modo que
todo le salió a pedir de boca, sólo que, después de una o dos semanas, la chica
había deducido que, en vista de que su amigo quería trasladarse, más le valía
reemplazarlo a tiempo por otro; empezó a buscarlo, el mocoso lo adivinó y no
pudo contener los celos; con el pretexto de una estancia en la montaña adonde
ella debía ir sin él, le montó aquella escena de histerismo; él se puso en
ridículo; ella lo dejó.
Aunque hubiera querido acercarse
lo más posible a la verdad, Josef no podía pretender que su anécdota fuera idéntica
a lo que realmente había vivido; sabía que se trataba tan sólo de un poco de verosimilitud
para encubrir lo que había quedado en el olvido.
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