El ser humano vive un promedio
de ochenta años. Contando con esta duración, cada cual imagina y organiza su
vida. Lo que acabo de decir lo sabe todo el mundo, pero pocas veces nos damos cuenta de que
el número de años que nos han sido asignados no es un simple dato cuantitativo,
una característica exterior (como el largo de la nariz o el color de los ojos),
sino que forma parte de la definición misma del hombre. Aquel que pudiera
vivir, en la plenitud de sus fuerzas, el doble de tiempo, digamos ciento sesenta
años, no pertenecería a la misma especie que nosotros. Nada ya sería igual en
su vida, ni el amor, ni las ambiciones, ni los sentimientos, ni la nostalgia,
nada. Si un emigrado, después de vivir veinte años en el extranjero, volviera a
su país natal con cien años más ante él, ya no sentiría la emoción del Gran
Regreso, probablemente para él ya no sería en absoluto un regreso, tan sólo una
más de las muchas vueltas que da la vida en el largo transcurrir de la
existencia.
Porque la noción misma de
patria, en el sentido noble y sentimental de la palabra, va vinculada a la relativa
brevedad de nuestra vida, que nos brinda demasiado poco tiempo para que
sintamos apego por otro país, por otros países, por otras lenguas.
Las relaciones eróticas pueden
llenar toda la vida adulta. Pero si la vida fuera mucho más larga, ¿no aplacaría
el cansancio la capacidad de excitarse mucho antes de que declinara la fuerza
física? Porque hay una enorme diferencia entre el primero, el décimo, el
centésimo, el milésimo o el enésimo coito. ¿Dónde se situaría la frontera tras la
cual la repetición se volvería estereotipada, si no cómica, incluso imposible? Y,
una vez traspasado este límite, ¿qué ocurriría con la relación amorosa entre un
hombre y una mujer? ¿Desaparecería? ¿O, por el contrario, los amantes considerarían
la fase sexual de su vida como la prehistoria bárbara de un amor verdadero?
Contestar a estas preguntas es tan fácil como imaginar la psicología de los habitantes
de un planeta desconocido.
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